Mont-Ral Aldea de Fraga (y 3)

Mont·ral fue perdiendo población de forma continua. Concretamente, en el año 1427 aún mantenía activos los hornos, así como los arriendos de las hierbas. Para la década siguiente, se nos informa que el salario de los guardas de su partida era de 50 sueldos jaqueses anuales. Otra información relevante es la del año de 1434, donde su vecino Joan Scola recibió como salario 84 s.j. por la conservación y cuidado de la balsa del lugar llamada de Tosal Roig.

La iglesia de Mont·ral en 1445 se mantenía como un edificio en estado sólido. Sin embargo, su abadía, adherida a la iglesia, estaba necesitada de muchos reparos que se iniciaron con las seis libras que los feligreses guardaban para las necesidades de su parroquia. En esta misma fecha solamente quedaban ya ocho personas adultas y devotas; y, aún así, el visitador apostólico, Bernardo del Boscho, mandaba iniciar el uso de un libro en blanco donde se anotaran todos los bautismos a celebrar desde el citado año de 1445. Lamentablemente dicho libro y posteriores han desaparecido, perdiendo con él noticias jugosas de población y frecuencia de nacimientos. No obstante, nos es dado a conocer que la iglesia de Mont·ral tuvo sacristán –normalmente un vecino- que debía proteger los enseres de la iglesia. Fue su rector en esa misma fecha mosén Guillermo de Berbegal.

Continuando con la descripción de la iglesia de Mont·ral podemos recoger que en el interior del edificio podía observarse un altar, con tabernáculo detrás del altar, y un retablo, dedicado a la Virgen de Monserrat. Para protegerlo mejor, se mandó hacer una cortina que lo cubriera. La pila bautismal, de piedra, estaba con tapadera, y cabe suponer que continuaban las rejas; los santos óleos, guardados en una “cistella”, que se mandó cambiar por una cajita de madera o algún material noble para mayor decoro. Estas cajitas solían ser de latón, o de plata. La iglesia de Mont·ral dispuso de un cáliz de plata, de una cruz de plata con su estuche de madera y una custodia de latón. En el altar, dos candelabros; y conservaba un palio con tela denominada “picto de pinzell”. Resulta también interesante recordar los libros que custodiaba la iglesia de Mont·ral: un misal, al que le faltaban las tapas, por lo cual se le mandó reparar e imprimir buenas letras en su portada. Disponía también de epistolario, un evangelario, un breviario y un responsario dominical. Y, naturalmente, el libro de anotaciones de bautismos.
 
En la segunda mitad del siglo XV, los mayores ingresos de esta aldea y partida continuaron siendo los arriendos de las hierbas. Ingresos que llegaron a alcanzar cantidades similares a las obtenidas en otra partida de Fraga, como era la de la Llitera. El baile de Mont·ral para el año 1451 lo fue Antonio Planas, apellido muy vinculado a dicho lugar, como pudimos ver en las listas del siglo anterior. En las guerras de Juan II mantuvo su población, que se vio precisada a pagar en 1464 la cantidad de 135 sueldos de plata, moneda de Jaca, para el asedio de Cervera por parte de dicho monarca.

La últimas noticias que disponemos sobre el estado de la iglesia de Mont·al corresponden a los años en 1541 y 1543. En esas fechas la documentación hace constar una variante del topónimo de Mont·ral, al anotarse como Monreall. Siempre bajo la advocación de la Virgen de Montserrat, la iglesia disponía de rector en la persona de Domingo Colobor, que estaba obligado con 24 misas anuales; o sea, dos misas al mes. Su altar mayor, sin reservado para el santísimo, seguía disponiendo de una cruz y un cáliz de plata, pagados por los parroquianos del lugar. La torre de la iglesia disponía de una sola campana, todo en buen estado. Aunque la guerra de Cataluña le provocó algunas pérdidas, el techo y las paredes de la iglesia de Mont·ral se mostraban en perfectas condiciones.

Actualmente, la iglesia de Mont·ral se halla en ruinas, pero conserva perfectamente su ubicación y su planta; excepto el espacio de la abadía y la torre. También conserva, cercana a la iglesia, una de sus balsas y un caserío disperso, que apenas puede apreciarse la pervivencia de lo que fuera su primitiva aldea.

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